25.10.10

LA CLOCADA

LA CLOCADA.


Allá por mitad de febrero, o cosa así, alguna de las gallinas que se tenían en casa, se ponían “culecas”, o sea, clueca. ¿Qué quiere decir esto? Pues que al animal, le acometía una fuerte subida de temperatura que le provocaba al animal (que era como si estuviera en celo), buscar por todos los medios un posible sitio en el que hubiera huevos para cubrirlos; su instinto natural, les decía que de allí saldrían sus polluelos. La dueña de la casa, enseguida se daba cuenta de la situación y sin perder el tiempo, empezaba a trabajar. 

Con los huevos que tenía en casa y con buena camaradería, iba a ofrecerlos y cambiarlos con las vecinas, siempre que estos fueran frescos y que además tuvieran gallo, porque si no estaban fecundados, no nacían polluelos. De tal manera, con dos de esta, dos de la otra y dos de la de más allá, juntaba doce o catorce huevos. Seguidamente, se le preparaba a la gallina en algún canasto, con paja bien arregladita y acomodando los huevos en el centro, la gallina por intuición, los cubría nada más verlos con tanto deseo y empeño que no los abandonaba ni para comer. Tanto era su entusiasmo, que la dueña para alimentarla tenía que cogerla en brazos. Con una mano le abría el pico y con la otra le iba metiendo granos de maíz, trigo u otros granos, a esto se le llamaba “empapurnar”. Una vez alimentada, la gallina volvía rápidamente a su propósito, cubrir los huevos.

La incubación duraba 21 días y cumplido este tiempo, empezaban a eclosionar los huevos, es decir, que los polluelos desde el interior del huevo salían al exterior rompiendo la cáscara, como a empujoncitos, hasta que se desprendían de ella. La clueca (gallina), con el pico, iba echando las cáscaras fuera del canasto. Una vez nacidos, procuraban meterse debajo de la gallina, que cariñosamente ahuecaba sus plumas para dar cobijo a todos. Los polluelos, instintivamente, empezaban a picotear y la dueña, en algún tarro, les preparaba algo de salvado húmedo para que pudieran empezar a comer. Pronto la “mama” gallina los hacía saltar del canasto para que le siguieran, siendo una ferviente tutora y defensora de sus polluelos, no dejando que se acercaran perros ni gatos a su alrededor. Tal era su afán protector que incluso arremetía contra las personas que se acercaban demasiado a sus polluelos, haciendo un característico “clo, clo, clo”. Pues así, ella con su clo, clo, clo y ellos con su pio, pio, pio, se iban incorporando a la vida que llevarían, recorrer el entorno mientras picoteaban todo lo que encontrasen a su paso.


El tiempo pasa deprisa, y sin pausa pero sin prisa, los polluelos se distanciaban de su madre pasados los dos meses y medio o tres, ya habían cambiado el plumón por finas plumas y con ese tiempo, los polluelos ya eran “picantones” y pasado más, los pollos se transformaban en pollos “tomateros”, que guisados con dichas hortalizas u otras similares, resultaban “bocatto di cardinale”, ricos, ricos.


Una vez pasado ese tiempo, ya se podía saber sin mucha dificultad si eran machos o hembras. Distinguido su sexo, se les preparaba para su servicio, los pollos para sacrificarlos entre huéspedes de compromiso o comerlos en días señalados y las pollitas a esperar que a su debido tiempo empezaran a poner, que los huevos además de alimento, también servían de intercambio comercial. Una docena vendida podía ayudar mucho a la economía casera.

De los pollos se guardaban dos: uno para la comida de san Agustín (fiesta y patrono del pueblo) y el otro, el más apuesto de la clocada, se dejaba como gallo, para que hiciese de jefe y director de las gallinas de su corral. El gallo apuesto, presumiendo de sus atributos (barbas largas y coloradas, grande, colorada, carnosa y encrespada cresta), se paseaba ufano entre sus gallinas, a las cuales defendía y vigilaba, evitando que otros gallos se entrometieran en su cuadrilla. Si había que pelear, peleaba hasta ahuyentar al intruso y cuando lo conseguía, soltaba un sonoro quiquiriquí en señal de victoria. Además, se encargaba gustoso de satisfacer a todas sus gallinas.


Al final de la jornada, cuando se había puesto el sol, marchaban hacia el gallinero, cenando si su dueña les había guardado algo. A la mañana siguiente, al amanecer, el gallo a modo de despertador, levantaba a los dueños con sus fortísimos “quiquiriquís”, con el fin de emprender las tareas del nuevo día, que no eran pocas.

PD: algunas mujeres, si las gallinas que se ponían cluecas no querían que incubaran, tenían la vil idea de atarles las alas una cuerda por encima del cuerpo, como si llevaran una bandera, o les arremangaran las faldas. Además, para quitarles aquella calentura natural, las metían en un caldero con agua fría. ¿Malas ideas, verdad?


Manuel Tomeo
(el Sebastian)








10.10.10

RECUERDOS (6)

CÓMO SE CELEBRABA LA MATANZA DEL CERDO EN MI JUVENTUD

Unos días antes del señalado para matar al tocino (el cerdo) se preparaba una buena carga de leña de romero; los mejores que encontrabas en el campo y entre ellos algunas aliagas de tronco largo –ya diremos para que. Los romeros eran para hacer una buena fogata y calentar un caldero de agua (el caldero de mondonguear se llamaba), cuya agua hirviendo serviría para pelar el tocino a su debido tiempo.

Una semana antes de la fecha de matar al cerdo, te ponías en contacto con el "cortante" para concretar el día. El cortante era el matachín o matarife. La noche antes de matar al cerdo nos juntábamos unos cuantos mozos amigos y se rallaba el pan que ya se había amasado unos 15 días antes, ya que al estar seco se desmenuzaba mejor.



RALLO
 El rallo era un aparato sobre una tabla de unos 80x25, en la cual iba montada una bovedilla de metal, agujereada toda ella y muy áspera. Al frotar el pan contra el hierro quedaba desmenuzado. El rallo tenía en un extremo de la madera una hendidura en forma de media luna. Estando de rodillas, se acoplaba una de las partes al estómago y la otra, en forma recta, alrededor de una sábana. Todos cogían un pan redondo y se frotaba en el rallo hasta que no quedaba pan. Como era cuestión de jóvenes, se competía para ver quien acababa antes. Después, al terminar, sacabas un par de botellas de licor y todos bien animados y contentos. Aquella noche el cerdo ya no cenaba.

ESTRUDES
Un poco antes del amanecer se preparaba un montón de leña en el hogar, encima las "estrudes" (trebedes) y sobre estas, el caldero de mondonguear lleno de agua a punto de hervir. Así, cuando el cortante la necesitara la tenía a punto. Al amanecer, cuando venía el cortante, lo esperábamos los hombres de casa, familiares íntimos y además, algunos vecinos de la calle, contemplando la mesa del sacrificio. Llegado el cortante al amanecer , bajaba mi madre a sacar el cerdo de la casilla (pocilga), que como no había cenado, salía como un rayo. En el patio lo esperábamos: el cortante con un gancho en forma de “S”, un buen pincho en forma de anzuelo por un lado y por la otra parte un redondel para afianzarlo a la pierna. Tan pronto salía el animal detrás de mi madre, el matachín le metía el gancho debajo de la barbilla, otro lo cogía del rabo, otro de las orejas, otros de la ijadas, otros preparados para las patas delanteras, otro para las patas traseras y los demás, por donde se podía.

A priori, se había preparado una fuerte mesa en la cual se ponía el animal encima. El cortante provisto de un gran cuchillo sacaba la cabeza del cerdo fuera de la mesa y con gran maestría, le metía el arma en el pecho buscándole el corazón. Mi madre ya estaba agachada con un gran lebrillo junto a la mesa, al lado del cortante y cuando empezaba a salir la sangre, empezaba a revolverla y agitarla para que no se coagulara. Cuando el cerdo dejaba de sangrar, barreño y sangre para casa, que con ella había muchas cosas que hacer.

Con el cerdo muerto encima de la mesa, se empezaban a bajar desde el hogar pucheros y jarros de agua hirviendo para derramarlos encima del cerdo y escaldarle la piel. El cortante, con unas cazoletas apropiadas, iba pelando al cerdo. Si el animal era de pelo largo, se lo arrancaban para hacer brochas o pinceles. Cuando se había limpiado por una parte, se le daba la vuelta y se hacía lo mismo por la otra parte. Las patas y la cabeza no se escaldaban y con aquellas aliagas de tronco largo encendidas, que había mencionado al inicio, se iba socarrando al cerdo, mientras se le frotaba con una piedra pómez áspera echándole agua a chorrillo hasta dejarlo todo bien limpio. 



Una vez hecho esto, entre cuatro o seis hombres, se llevaba la mesa con el cerdo encima hasta debajo de la ventana de la casa y con un gancho doble cogido a una barra, se enganchaba uno en cada pata trasera. En medio de esa barra había una anilla y a esta se ataba una soga. Con ella y desde la ventana se iba tirando y tirando, hasta que el cerdo quedaba colgado y bien atado a una tranca cruzada en la ventana y sin llegar al suelo, con la tripa hacia fuera. Acto seguido, el matarife, con un gran cuchillo, abría el cerdo desde el culo hasta el cuello. Lo que era la parte de la tripa, quedaba completamente al descubierto y el cortante por allí sacaba todo el mondongo (tripas). Para esto ya estaba preparado un caldero de zinc. Se recogían todas aquellas tripas y se depositaban encima de la mesa. El cortante iba separando la grasa que une los intestinos (lechecillas) y lo dejaba todo a punto para que un par de mujeres fueran a lavarlos al río. Una vez limpios, hacia casa, que había mucho que hacer.

El cortante, mientras, con una estraletica (hacha pequeña) abría el pecho del cerdo para sacar los livianos (pulmones), hígados y corazón. Por abajo se le cortaba la cabeza y se llevaba a la mesa para ir quitándole la piel. El resto del cerdo, colgado y abierto en canal, se le enganchaba un ganchito en la parte baja de la tripa, otro en la pata delantera y al otro lado lo mismo. El cortante iba dividiendo las costillas, separándolas del espinazo retirando la carne que las envolvía, también las espaldas, la tripera o panceta, lomos, blancos (parte grasa entre espalda y jamón), y al final, se le quitaban las piezas y se depositaban en unas canastas. Antes de guardarlas, tenía que venir el alguacil del pueblo a pesar todo el cerdo. Se debía pagar un impuesto llamado "macelo", relacionado con el peso del cerdo (en arrobas). 



CALDERO

Seguidamente, seguía el mondongueo. Con una parte de la sangre que se tenía guardada, el pan rallado de la noche anterior y grasa fresca de freír el cerdo, se amasaba en un barreño haciendo una pasta espesa. Después, como quien hace albóndigas, se hacían unas bolas algo más gordas, y se metían al caldero de mondonguear puesto con agua de antemano. Se ponían a cocer y cuando flotaban, con una espumadera se iban sacando dejándolas donde se podía. Luego, se repartían unas pocas a los íntimos y bien allegados.

Después de las bolas, venía la operación morcilla. Se cocía un gran caldero de arroz. Después de cocido se ponía en un caldero y con la sangre que se tenía reservada, grasa fresca y algunos ingredientes, se iba mezclando todo. Cuando el arroz estaba oscuro por efecto de la sangre y la grasa, estaba ya a punto para ir metiendo la masa en los morcones (partes gruesas de los intestinos). Esta faena se hacía con una máquina llamada mondonguero.  

MONDONGUERO
El mondonguero era un aparato de algo más de un metro de largo, con cuatro patas y sobre estas, una tabla de 25-30 cm de ancho por otro metro de largo. En medio tenía una agujero, donde se ponía un depósito de zinc en forma de embudo; ancho por arriba y por debajo una pequeña salida. El mondonguero tenía una palanca apoyada en un extremo y un émbolo a mitad de palanca, coincidiendo con el depósito. El depósito se llenaba de arroz y haciendo presión sobre este, facilitaba que saliera por la parte estrecha y baja del depósito. Allí ya está preparada la morca para ir llenándola y atándola en tramos más o menos largos, lo que allí irían formando las morcillas.


Hechas las ristras apropiadas, se metían ordenadamente al caldero de mondonguear, que se tenía preparado al fuego lleno de agua. A medida que se iban metiendo, se iban pinchando con una aguja, para que la presión no las reventara. Cuando flotaban, se iban sacando y ya estaban listas para colgar.

LEBRILLO CON CHORIZOS
Con las carnes sueltas que quedaban después a haber separado los jamones, espaldas, costillas, blancos y la piel de la cabeza, se picaban en una picoladora y se amasaban, y en un barreño se les ponían los ingredientes necesarios, según quisieras hacer chorizos o longanizas. Si te parecían pocos los desperdicios del cerdo, se podía matar una oveja o cabra gorda, que ya se tenía preparada para ello. Toda esta pasta se metía en los intestinos delgados, con unos embudos especiales (embutidores), haciendo entrar la carne en las correas empujándola con el dedo pulgar.

Con las longanizas se hacía la ristra entera, pero los chorizos se iban atando en pequeños tramos, como marcando cada ración. Una vez listos, a colgarlos en el granero y que fueran secándose.


Terminado todo el trajín del día, había que preparar la cena: un buen puchero de patatas y verduras, que aliñado con la grasa fresca, quedaba riquísimo. Después se preparaba algún guiso con un pollo del corral o alguna liebre. Para finalizar, una buena sartenada mezclada  del pobre cerdo, y nunca olvidándose de regar la cena con un buen vino de la cosecha. No faltaba la ensalada. A esta cena se invitaba a los familiares más íntimos, algún amigo especial y al cortante. Así, bien comidos y bebidos se acababa el día para todos (menos para el cerdo


Los cortantes que he visto trabajar fueron: el tío Ignacio "el Chichon", el tío José "el Motas", el tío Manuel "el Adán", el tío Miguel "el carrillo", los "Morales", que eran cuatro hermanos (Cristóbal, Agustín, Paco y Pedro), y después creo que también mataron: Emilio "el Plumo" y el Cipriano de la María, pero a estos dos últimos ya no los vi trabajar.


Manuel Tomeo
El Sebastián

Contribuyentes